Cuando Carlos Lenin Treviño hizo su cortometraje como tesis de la carrera de cine, titulado 24° 51′ Latitud Norte, quería contar una historia donde un hombre regresaba a su pueblo de origen en Nuevo León, Linares, para enfrentar lo sucedido con sus amigos en ese lugar. Todo esto, derivado de las posibles consecuencias de la guerra contra el narcotráfico.
De ahí, salió la necesidad de contar un relato más, acerca de esta transformación derivada de esta batalla sin fin que ha ocasionado mucha violencia en nuestro país, naciendo el concepto de La Paloma y el Lobo. Esta ópera prima nos lleva a reflexionar acerca de este mundo, donde en los silencios se encuentra tanto la esperanza, representada en el amor, como la destrucción de aquellos que han enfrentado los infiernos provocados por esta ola de injusticias.
Lenin Treviño se vuelve a apoyar en Armando Hernández, actor con el que trabajó también en su cortometraje. Después de la conexión que establecieron entre ellos y Paloma Petra, decidieron colaborar por segunda vez en esta historia que amalgama puntos en común con la visa personal del realizador así como las de uno de sus amigos más cercanos y cómo habían logrado sortear eventos violentos que los dejaron marcados.

Hernández adopta el reto actoral de interpretar a Lobo, alguien que está destrozado por dentro y cuyos silencios representan esos estragos de la violencia que lo rodea y lo ha dejado marcado. Este papel, que lo llevó a ser nominado como Mejor Actor en la pasada edición de los Premios Ariel, es una representación de un grito callado, inútil, que representa a cierto tipo de hombres que están pereciendo debido a la situación en la que el país vive desde hace años.
La expresividad dentro de esos silencios es brutal. Hernández transmite el dolor que lo carcome al estar huyendo de su pasado, de esa huella de violencia que trae marcada en la piel. Pero a su vez, conlleva esa última esperanza que le da su amor por Petra, tal vez el último eslabón que lo mantiene cuerdo en un mundo desolado donde la batalla por encontrar un trabajo digno o incluso la indiferencia ante los hechos violentos de estos lugares casi olvidados de la sociedad es algo real que muchas veces es ignorado.
La química entre Lobo y Paloma funciona porque ambos son personajes que no encuentran paz, marcados por las causas y consecuencias de una guerra en la que son víctimas y lo único que parecería mantenerlos es la luz de esperanza de ese amor que evita que se autodestruyan en este mundo que los rodea.

Pero el punto más destacado de la cinta recae en la fotografía de Diego Tenorio, que captura en estos escenarios una esencia de violencia, soledad y abandono sin caer en lo explícito, logrando tomas memorables como aquella donde Lobo se encuentra en un túnel donde el fuego comienza a encenderse y rodear lo poco a poco, símbolo de ese infierno interno que lo carcome y que no sabe cómo enfrentar.
A pesar de ese sentimiento de desesperanza, también está un gran lago, la gran masa de agua que representa la vida en medio de este ambiente donde pareciera que no hay señales de la misma y la lucha por ella resulta empañada por la misma guerra contra el barco y la violencia derivada de ello, desintegrando el día a día de aquellos cercanos a la misma.
Sin duda, el guion de Lenin, coescrito con Jorge Guerrero Zotano, capta esa soledad inmensa que uno siente cuando se está a punto de perderlo todo, donde pareciera que no hay control en la vida, alejándose de la violencia explícita pero sin dejar de transmitirla mediante este imaginario visual que rodea a ambos personajes y amenaza con quitarles todo, hasta el amor que los une cual tragedia Shakesperiana.
Así, La Paloma y el Lobo se convierte en un reflejo de un México que sigue siendo víctima del narcotráfico, de las historias que suceden más frecuente de lo que creemos y que muchas veces no vemos del todo. Es un relato humano de dos sobrevivientes que se aman y se aferran a ello para enfrentar este silencioso infierno donde las comunidades en ruinas, la precariedad social que los rodea los hace víctimas de esos gritos sordos donde el amor es el único eslabón para aferrarse a la misma y hacerlos seguir adelante.

Por A.J. Navarro
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